En estos días, la polémica sacude nuevamente a Calpe. Esta vez, el epicentro es una promoción inmobiliaria en terrenos colindantes a las Salinas, un espacio natural emblemático de la localidad. Como suele ocurrir en estos casos, las redes sociales hierven de opiniones encontradas, algunas fundamentadas, otras menos, pero todas reveladoras de un malestar latente en la forma en que se está configurando el futuro urbanístico de la localidad.

Para entender el presente, conviene mirar al pasado. Los terrenos en cuestión —donde anteriormente funcionaba un camping— son legalmente urbanizables. Según apunta Violeta Rivera, quien fuera alcaldesa entre 1987 y 1995, el Plan General de 1989 establecía una protección perimetral de 100 metros alrededor de las Salinas, con una línea de viviendas familiares y un entorno de edificios de hasta seis alturas. Sin embargo, las modificaciones al Plan General de 1998 cambiaron sustancialmente estas limitaciones, abriendo la puerta a proyectos de mayor envergadura.
José Luis Luri, reconocido historiador local, señala un punto incómodo pero necesario: «El permiso general de construcción se aprobó en 1998, y no os he visto marchando por la calle con una pancarta o actuando en el ayuntamiento». Esta observación pone el dedo en la llaga de un problema recurrente en nuestra sociedad: la reacción tardía ante decisiones urbanísticas tomadas décadas atrás, cuando el cemento era todavía una promesa en el papel y no una realidad visual que altera el paisaje.
Pero, ¿qué preocupa realmente a los ciudadanos? Los comentarios revelan inquietudes legítimas sobre la capacidad de carga de una ciudad que, según Luri, «fue diseñada para 80.000 personas. No somos 30.000. En temporada estival somos más de 100.000». La presión sobre infraestructuras básicas como el suministro de agua, la gestión de aguas residuales, el aparcamiento y el ya sobrecargado centro médico son motivos de alarma justificada.
También existe una dimensión ecológica en el debate. «Los flamencos serán perturbados y no volverán. Tal tragedia», lamenta un vecino. Estas aves emblemáticas de las Salinas son el símbolo de un equilibrio natural que muchos temen ver alterado irremediablemente.
La cuestión de la accesibilidad económica no es menor. «Estas serán principalmente de alquiler, muy pocos españoles locales podrían permitirse estos apartamentos de lujo, la mayoría serán alquileres vacacionales, de eso estoy segura», comenta una vecina, planteando la paradoja de un desarrollo que, supuestamente diseñado para satisfacer necesidades habitacionales, podría estar excluyendo a la población local.
El fantasma de Benidorm sobrevuela la conversación. «Calpedorm», sentencia irónicamente un comentario. La comparación no es casual: la transformación de un pequeño pueblo pesquero en una jungla vertical de hormigón es un precedente que muchos temen ver replicado en Calpe. Aunque, como bien apunta un vecino: «¿Por qué comparar siempre con Benidorm? Calpe es Calpe y no hay que mirar hacia ningún otro lugar».
Detrás de estas preocupaciones ciudadanas se vislumbran acusaciones más graves, algunas rozando la difamación, sobre presuntas irregularidades administrativas. Sin embargo, conviene recordar que la legalidad de estos desarrollos está amparada en planes urbanísticos aprobados mediante los procedimientos establecidos, por más cuestionables que puedan parecer sus resultados.
El debate sobre la promoción inmobiliaria junto a las Salinas es, en el fondo, un reflejo de una disyuntiva más amplia que afecta a toda la costa mediterránea: ¿cómo equilibrar el desarrollo económico, fundamentalmente apoyado en el turismo, con la preservación del entorno natural y la sostenibilidad a largo plazo? ¿Cómo garantizar que las decisiones urbanísticas respondan a las necesidades reales de la comunidad y no solo a intereses especulativos?
No hay respuestas sencillas. Lo que sí parece claro es que el modelo de desarrollo basado en la construcción masiva está generando una creciente desafección entre amplios sectores de la población local. Como señala un comentario: «Cada vez tengo menos ganas de volver a Calpe».
Quizás sea momento de replantear colectivamente qué Calpe queremos para el futuro, antes de que las decisiones tomadas décadas atrás transformen irremediablemente el carácter de una localidad que muchos eligieron precisamente por lo que ya no parece ser.